Vistas de página en total

lunes, 24 de septiembre de 2012

Nos preparamos para celebrar el Año de la Fe

Con la Carta apostólica Porta fidei, del 11 de octubre de 2011, el Santo Padre Benedicto XVI ha proclamado un Año de la fe, que comenzará el 11 de octubre de 2012, en el 50º aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, y concluirá el 24 de noviembre de 2013, Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.
Decía el cardenal Rino Fisichella el pasado 16 de mayo, que la intención principal  de este año de la fe, es que no olvidemos el hecho que caracteriza nuestra vida: creer.  Hemos de salir del desierto del silencio en el que nos encontramos,  para restituir la alegría de la fe y comunicarla de manera renovada.
Desde la Cofradía también queremos prepararnos para esta celebración, conscientes de que es la Fe, don recibido de Dios, la que nos alienta y orienta en nuestra vida; recordar que la fe hoy se encuentra olvidada incluso entre los que nos llamamos cristianos, pues una fe viva y orada nos empuja a ser testigos del Evangelio en  medio del mundo que vivimos y a ser esos siervos fieles que ayudan a los hermanos a abrir las puertas de sus corazones a Cristo en este mundo  en el que hemos de construir el Reino querido por Dios. En este empeño hemos de poner nuestros ojos en La Virgen, modelo de fe para todos nosotros, por eso os adjunto la Catequesis que pronunció su S.S. Juan Pablo II durante la audiencia general de los miércoles el día 6 de mayo de 1998:
“1. La primera bienaventuranza que menciona el Evangelio es la de la fe, y se refiere a María: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1, 45). Estas palabras, pronunciadas por Isabel, ponen de relieve el contraste entre la incredulidad de Zacarías y la fe de María. Al recibir el mensaje del futuro nacimiento de su hijo, Zacarías se había resistido a creer, juzgando que era algo imposible, porque tanto él como su mujer eran ancianos.
En la Anunciación, María está ante un mensaje más desconcertante aún, como es la propuesta de convertirse en la madre del Mesías. Frente a esta perspectiva, no reacciona con la duda; se limita a preguntar cómo puede conciliarse la virginidad, a la que se siente llamada, con la vocación materna. A la respuesta del ángel, que indica la omnipotencia divina que obra a través del Espíritu, María da su consentimiento humilde y generoso.
En ese momento único de la historia de la humanidad, la fe desempeña un papel decisivo. Con razón afirma san Agustín: «Cristo es creído y concebido mediante la fe. Primero se realiza la venida de la fe al corazón de la Virgen, y a continuación viene la fecundidad al seno de la madre» (Sermo 293: PL 38, 1.327).

2. Si queremos contemplar la profundidad de la fe de María, nos presta una gran ayuda el relato evangélico de las bodas de Caná. Ante la falta de vino, María podría buscar alguna solución humana para el problema que se había planteado pero no duda en dirigirse inmediatamente a Jesús: «No tienen vino» (Jn 2, 3). Sabe que Jesús no tiene vino a su disposición; por tanto, verosímilmente pide un milagro. Y la petición es mucho más audaz porque hasta ese momento Jesús ano no había hecho ningún milagro. Al actuar de ese modo, obedece sin duda alguna a una inspiración interior, ya que, según el plan divino, la fe de María debe preceder a la primera manifestación del poder mesiánico de Jesús, tal como precedió a su venida a la tierra. Encarna ya la actitud que Jesús alabará en los verdaderos creyentes de todos los tiempos: «Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29).
3. No es fácil la fe a la que María está llamada. Ya antes de Caná, meditando las palabras y los comportamientos de su Hijo, tuvo que mostrar una fe profunda. Es significativo el episodio de la pérdida de Jesús en el templo, a la edad de doce años, cuando ella y José, angustiados, escucharon su respuesta: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Pero ahora, en Caná, la respuesta de Jesús a la petición de su Madre parece más neta aún y muy poco alentadora: «Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). En la intención del cuarto evangelio no se trata de la hora de la manifestación pública de Cristo, sino más bien de la anticipación del significado de la hora suprema de Jesús (cf. Jn 7, 30; 12, 23; 13, 1; 17, 1), cuyos frutos mesiánicos de la redención y del Espíritu están representados eficazmente por el vino, como símbolo de prosperidad y alegría. Pero el hecho de que esa hora no esté aún presente cronológicamente es un obstáculo que, viniendo de la voluntad soberana del Padre, parece insuperable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario